martes

Medicina ancestral de México:

… El valle de Anahuac brillaba en la madrugada como una joya. Resplandores anaranjados y dorados se desprendían de las aguas que rodeaban a la gran Tenochtitlán. Las actividades del mercado central se habían iniciado 2 horas antes y los mercaderes acomodaban las verduras, los frutales y las piedras preciosas sobre grandes y relucientes hojas de plátano. Cargando un bulto en su espalda, Cuauhtémoc caminaba abrumado por el peso. Descendía de una familia noble emparentada con el Gran Tlatoani y precisamente por ello todas las madrugadas, mucho antes de que saliera el sol, debía ir al mercado a realizar labores pesadas, conocer el sufrimiento y mezclarse con las clases más bajas como parte de su educación y entrenamiento. Estaba destinado a convertirse en un gran líder y por ello debía olvidarse de sí mismo. Él lo sabía, se lo habían dicho y advertido tantas veces que ya era parte de él, a pesar de su corta edad. Había aprendido a no quejarse y se veía compensado por lo que aprendía. Todo, aquí en la tierra es un reflejo del Cosmos y la misión del hombre es colaborar con el funcionamiento del Universo. Se acercó al comerciante en verduras y descargó su bulto, mientras pensaba lo anterior. …

… El Sumo Sacerdote se colocó a su lado y sin vacilar, introdujo el cuchillo al pecho del enfermo. Cortó las vértebras y extrajo el corazón. Lo partió en dos y con la punta del cuchillo raspó su interior. Después, unió las dos partes, las introdujo al pecho y colocando las manos sobre la gran herida que había hecho pidió que se cerrara. Esta así lo hizo ante los ojos asombrados de los niños y del Gran Tlatoani. El anciano fue levantado en vilo y colocado en el suelo.

En esa noche, la misma intervención se realizó con 12 enfermos, mujeres y hombres y al amanecer, después de haber reposado durante varias horas, todos se levantaron y saludaron al sol.
Moctezuma descendió la escalinata del templo, orgulloso del alcance y poderío de la ciencia Azteca.

… Su maestro afirmaba que existía una energía única manifestada en forma dual en la base del Universo que hacía que todo se mantuviera en su lugar y que a todo alimentaba. Era Ometeotl, el dueño de lo más junto y cercano y ellos, sus alumnos, debían aprender a reconocerlo y a tenerlo siempre presente. Para lograrlo debían purificarse a fin de abrirse a su influjo y poder hacer uso del mismo. Lo que habían atestiguado era la manifestación concreta de ese poder en manos del Sumo Sacerdote. Él recibía esa energía sin velos porque se había olvidado de sí mismo y lo llenaba con toda plenitud; pasaba a través de su cuerpo y éste la manifestaba.
El que se apartaba de Ometeotl vivía en la oscuridad corrupta y angustiante de una vida sin sentido. En cambio el que se abría a él, alcanzaba su lugar en el Cosmos y se volvía un sirviente del Universo, ayudando de esa forma a su mantenimiento. Así lo había hecho Quetzalcoatí y así, ellos, estaban destinados a hacerlo.
El Prototipo”: Jacobo Grinberg-Zilberbaum

“...
El caso más extraordinario y el que me enseñó que realmente no existen límites, fue el de una niña, quien en una operación convencional había sido sobreaneste­siada, dejándole su cerebro muerto por la falta de oxíge­no. Los padres, desesperados después de ver una docena de neurólogos, dieron con Pachita y le pidieron ayuda. Pachita aceptó y la segunda operación que vi aquella primera noche, fue un trasplante de corteza cerebral en la niña sobreanestesiada.
Aquello fue demasiado difícil para mí.
Durante más de diez años me he dedicado a investigar algunos aspectos de la fisiología cerebral y aunque me considero bastante revolucionario entre mis colegas, jamás me imaginé, ni podría haber aceptado, que una parte del cerebro pudiera trasplantarse de un ser huma­no a otro. Jamás lo hubiera aceptado de no haberlo visto, pero el caso es que lo vi y eso me transformó tan profun­damente que a partir de ese momento, todas mis con­cepciones psicofisiológicas cambiaron. La niña era un “vegetal” que no se movía ni hablaba ni controlaba sus esfínteres. En esa operación, y en cuatro subsecuentes, “Pachita” cortó el cuero cabelludo con el cuchillo de monte y después abrió el hueso del cráneo usando un pedazo de sierra de plomero.
Yo veía eso y parte de mí pensaba que no era cierto y otra que era maravillosamente real.
Después “Pachita” hizo aparecer una sección de cor­teza humana, tomó un pedazo en sus manos, le lanzó su aliento y le ordenó que viviera: ¡vive!, ¡vive! le gritaba.
Después, con la ayuda del cuchillo, introdujo el peda­zo de corteza al cráneo de la niña y con una serie de movimientos extraños, lo dejó depositado allí. Por fin, la herida se cerró después de que yo fui invitado a colo­car mis manos encima de la misma. A eso se le llamaba saturar. La niña fue vendada y devuelta a sus padres.
La operación se realizó sin anestesia, sin asepcia y considerando su magnitud y seriedad, lo que se podía haber esperado como mínima reacción era una menin­gitis fulminante. En lugar de ello, la niña se presentó a los quince días para una nueva operación, sin infeccio­nes, sin haberse muerto de shock postoperatorio y con algún síntoma de mejoría. De hecho, después de cuatro operaciones similares a la descrita, yo vi a esa niña empe­zar a tener movimientos voluntarios, balbucear vocablos, quejarse de dolor y molestias y sonreír, ¡sí! ¡sonreír!
Cuando yo vi sonreír a esa niña y alcancé a compren­der los motivos de su alegría, entendí que lo más funda­mental es lo de mayor alcance espiritual, lo que cual­quiera comprende, lo que se encuentra presente en todos los niveles, lo clásico, lo que se siente como certeza y mismidad.
Los Chamanes de México, Volumen III PACHITA; Jacobo Grinberg-Zylberbaum


Pachita operando con su cuchillo de monte
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